No es más que un niño, pero nada corriente, y por el rabillo del ojo alcanza a ver al hombre que lo
mata. Es el hombre de negro, y no distingue la cara, sino solamente la ondulante
túnica, las manos extendidas. Cae a la calzada con los brazos abiertos, sin soltar la
cartera que contiene el almuerzo sumamente profesional de la señora Greta Shaw.
Una fugaz mirada a través del parabrisas polarizado le muestra el rostro horrorizado
de un hombre de negocios con sombrero azul oscuro en cuya cinta destaca una pequeña
y vistosa pluma. Una anciana chilla en la acera de enfrente; va tocada con un sombrero
negro con redecilla. No hay nada de vistoso en esa redecilla negra, es como un velo de
luto. Lo único que hace Jake es sorprenderse, aparte de seguir teniendo la misma
sensación de desconcierto precipitado de siempre. ¿Así es como acaba todo? Va a caer
en mitad de la calle y contempla una grieta tapada con asfalto, a unos cinco
centímetros de sus ojos. Su mano ha soltado la cartera. Está preguntándose si se
habrá despellejado las rodillas cuando el automóvil del hombre de negocios con el
sombrero azul y la pluma vistosa le pasa por encima. Es un gran Cadillac azul de
1976, con neumáticos de dieciséis pulgadas. Es casi exactamente del mismo color que
el sombrero del conductor. El coche le quiebra la espalda a Jake, le aplasta el estómago
y le hace brotar por la boca un chorro de sangre a presión. El chico vuelve la cabeza y
ve las luces de freno del Cadillac y el humo que despiden las ruedas traseras, ahora
bloqueadas. El automóvil ha pasado también sobre la cartera y ha dejado sobre ella
una extensa huella negra. Vuelve la cabeza hacia el otro lado y ve un Ford grande de
color amarillo que se detiene a escasos centímetros de su cuerpo con un chirrido de
frenos. Un tipo negro que empujaba un carrito para la venta ambulante de dulces y
refrescos corre hacia él. Por la nariz, los oídos, los ojos y el recto de Jake fluye sangre.
Tiene los genitales destrozados. Con cierta irritación, se pregunta si se habrá
despellejado mucho las rodillas. El hombre del Cadillac corre hacia él, balbuceando. En
algún lugar, una voz terrible y serena, la voz de la fatalidad, dice: "Soy un sacerdote.
Déjenme pasar. El acto de contrición..." Ve la túnica negra y experimenta un súbito
horror. Es él, el hombre de negro. Con sus últimas fuerzas consigue apartar la cara En
algún lugar, se oye por la radio una canción del grupo de rock Kiss. Ve su propia mano
que se arrastra sobre el asfalto, pequeña, blanca, bien formada. Nunca se ha mordido
las uñas.
Jake muere mirándose la mano.
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